viernes, 28 de agosto de 2009

Una noche casi perfecta


Recuerdo que llegué tarde, para variar. Me he explicado mal, llego tarde cuando me desplazo en automóvil. Eso no quiere decir que nunca pise el acelerador, aunque últimamente, tras dos sanciones económicas por exceso de celeridad, me he calmado un poco. No obstante de cuando en cuando le saco partido a los caballos extra de mi cuadriga. El caso es que los pasos previos a desplazarme en coche me los tomo con calma. Sospecho que en mi imaginario dispongo del suficiente tiempo como para llegar al lugar en cuestión, olvidando que tal vez encuentre algún imprevisto durante la travesía. Continuamente tengo que apresurarme, ya que llego tarde a las citas y aún por encima siempre que voy con prisa, me encuentro por la carretera con algún conductor que acata escrupulosamente los límites de velocidad y que consigue también rebasar los límites de mi paciencia. Aunque sepa previamente que no lo hace con deliberada intención.


Para más inri me perdí. Suena el teléfono, era su dubitativa voz. Titubeaba, ya que imaginaba alguna extraña razón por la que la dejaría plantada. Le pido que me explique el lugar exacto porque hacía años que no pisaba ese costero pueblo y con las nuevas construcciones urbanísticas no concretaba mentalmente el punto de encuentro. Una amable señora con la que conversaba en el preciso momento de sonar el móvil y que paseaba por el iluminado bulevar con un blanco perro en brazos, me aclaraba erróneamente otra dirección al interrogante de lograr encontrar el lugar exacto de la cita. Le doy las gracias a la señora mientras que mi interlocutora telefónica me indica "Te espero en el club náutico, donde divises barcos allí es. A la izquierda y después a la izquierda otra vez."


Al fin llegué al club náutico y tras recogerla en el pactado punto de encuentro comienzo a pedirle mis más sinceras disculpas. Decidimos ir a tomar una copa. Me avergoncé de mí mismo por las excusas tontas que atribuí a mi tardanza. Disculpas que, por otra parte eran reales, pero que tal vez sonaran demasiado forzadas incluso para mí. Mi segunda cita con ella y decido llegar tarde.

Nos dirigimos hacia un bar, estaba en las inmediaciones de una playa de la que desconozco su nombre. Llegamos al lugar y tras aparcar el vehículo caminamos lentamente, mientras tropezamos entre nosotros como dos colegiales, supongo que para sentir el mutuo roce de nuestra piel. Tras cruzar el umbral del pub me sentí un poco ruborizado; Había un numeroso grupo de personas cenando en el mismo. ¿No es éste un lugar de copas? Pues sí, pero los dueños del local tenían invitados. Un combo de músicos que más tarde amenizarían la velada con su country y honkytonk de taberna.


Pedimos unas cervezas y acudimos hacia la amplia terraza, dudamos sobre la mesa a escoger. En aquel momento había tantas mesas libres que era difícil decidirse, aunque tal vez no fuera falta de decisión sino falta de seguridad. El nerviosismo me invadía y parecía que todo se me hacía cuesta arriba. Pensé que sería una penosa velada, una de tantas noches tontas con la mujer equivocada, pero al sentarme en la silla y escuchar su susurrante voz descubrí que aquella cita podría convertirse en una de las mejores de mi vida. Una de esas noches en la que todo es ideal, desde la fantástica temperatura nocturna en la que soplaba una estupenda brisa llegada desde el interior de la ría de Arousa, hasta la compañía de una interesante y hermosa mujer. Sólo dependía de mí. Dependía de mí ubicar todos mis sentidos en la velada o por el contrario, hacer lo que muchas veces hago, evadirme pensando en problemas varios. Me esforcé en optar por la primera opción, era mi noche y aunque estaba cansado y con sueño, nada me privaría de disfrutar de la tertulia y compañía de mi morena amiga.


Se empeñó en buscarme pareja. Allí estábamos, apurando nuestras cervezas, mirándonos a los ojos entretanto charlábamos y ¡ella empecinada en encontrarme una novia! ¿Qué podía hacer yo? Simplemente manifestarle que no me interesaban las otras mujeres. Sólo me atraía ella. En ese momento no codiciaba a ninguna otra mujer, tampoco anhelaba estar en ningún otro lugar del cosmos. Sólo deseaba estar allí, a su lado, escuchándola, participando de una agradable conversación mientras nuestras rodillas se tanteaban tímidamente por debajo de la mesa. De repente, comentó algo sobre una rubia que pasó por delante de nuestra mesa. La rubia se hacía querer, tendría unos veinticinco años y llevaba un veraniego vestido entallado y blanco. Pretendía hacerse ver y lo consiguió, puesto que casi todos los hombres presentes en la terraza del local la observaban.


Mi compañera de mesa realizó un comentario, algo así como que la rubia y yo podríamos hacer buena pareja. Miré la dorada cabellera de la chica y mi compañera de mesa decidió darme unas celosas pataditas con su pie por debajo de la mesa. Mentiría si dijera que sus tímidos puntapiés, casi caricias, no me supieron a gloria. Estaba deseando sentir el roce de su piel y aunque no soy fetichista, solamente con percibir la rozadura de sus zapatos de cuero sobre mi pierna obtuve una inimaginable satisfacción.


Comenzó a sonar la música. Una estrellada y calurosa noche de agosto que se convertía en la velada perfecta. Hendrik Roever hizo rugir su Fender y comenzó a entonar una melodía de Waylon Jennings. Nada podía ser más perfecto. Decidimos pedir otras bebidas mientras la música lo envolvía todo.


Nos miramos a los ojos entretanto seguíamos charlando, el siguiente paso fue buscar el contacto físico, nos tocamos las manos en medio del perspicaz coloquio que estábamos creando. Aunque en realidad lo que estábamos imaginando era un pequeño mundo dentro del bar en el que nos encontrábamos.

Me sentía el rey del planeta por un diminuto instante. Un pequeño momento que llevaré grabado en mi retina para lo que me resta de vida.

Cuando terminamos las bebidas una camarera, sin mediar palabra, nos retiró los vasos de la mesa, parecía que nos estaba invitando a irnos. Llegue, consuma y deje sitio para los siguientes, aparentaba indicarnos.


Nos levantamos de la mesa mientras seguíamos en nuestro mundo, con nuestro coloquio y nuestras miradas. Salimos del local y con la voz de Hendrik sonando de fondo, la besé apasionadamente; Sentí el frenesí de sus labios y el calor de su cuerpo pegado a mí. Esa noche llovieron estrellas y aunque no lo advertimos, fue casi perfecta. Siempre seguirá existiendo la persona que fui aquella noche.

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