jueves, 15 de octubre de 2009

Sara



Su belleza era muy dulce y muy dura, su rostro tenía la placidez lógica de toda materia que se sabe homologada en todo tiempo y lugar. Sus finos y torcidos labios se convertían en una noche estrellada cuando sonreía y unos blancos y perfectos dientes sobresalían de esa boca que era de la consistencia de fruta sedosa, nocturna y caliente. Una sonrisa de carne sana y rouge enmarcada por una cabellera castaña, casi pelirroja y unos ojos verdes me observaban atrevidos, osados.

Sus facciones eran bien cultivadas por la buena alimentación, la higiene regularizada y una libertad de expresión que presta al rostro la serenidad del acróbata que trabaja con red. Llevaba el rostro pintado al temple y tenía la piel blanca de las jóvenes pulcras y bien cuidadas.

La vez que nos saboreamos mutuamente con la mirada, pasó su vista por mi rostro como quien pasa por un objeto reencontrado y almacenado pero yo, desde mi interior, saboreé a la mujer e imaginé sus vencimientos. Hubiera sido estimulante, fascinante penetrar en aquella fortaleza litúrgica donde podía ser cuestión de culto hasta el empleo de alguna que otra blasfemia liberadora. Los buenos placeres siempre están en la memoria y en la memoria se queda éste encantador deleite visual.

Lo que más me seducía de ella era el atractivo de su actitud. Sólo he vuelto a verla en dos ocasiones y aunque en un principio la que me atraía era su amiga, después de conocer a éste animal, su camarada se había evaporado de mi mente, como un ente etéreo se evapora en el instante en que los sueños dormidos se despiertan.

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